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La normalidad en la sociedad de clases

Lilliam Oviedo

La expansión de una enfermedad de origen viral ha convertido en inocultable la injusticia manifiesta y ha hecho de la desigualdad un escándalo. Es evidente que la desigualdad y la exclusión constituyen una seria amenaza de muerte y la injusticia es el marco dentro del cual esa amenaza surge, crece y, más importante aún, se consuma.

Desde el año 2015, miles de personas (niños y adultos) han muerto en el Mediterráneo y en otras fronteras tratando de penetrar a una Europa cuyos dirigentes prefieren no conocer su drama. 272 millones de personas a nivel global son migrantes (cifra del año 2019). En el 2018, (cantidad subestimada, sin duda) había 25.9 millones de refugiados. El Proyecto Migrantes Desaparecidos (OIM por sus siglas en inglés), ofrece datos escalofriantes: Entre 2014 y 2018, 30 mil 500 personas murieron en rutas migratorias. De esas víctimas, más de 19,500 perecieron ahogadas, no solo en el Mediterráneo, sino también en el Río Grande, que separa a Estados Unidos de México, en la bahía de Bengala, en el océano Índico y en otras muchas rutas marítimas.

En un orden mundial incapaz de sancionar las más groseras prácticas imperialistas, y más bien diseñado para legalizarlas, los medios de comunicación que manipulan a la opinión pública a nivel global dicen simplemente que estas personas huyen de conflictos armados o de dificultades de carácter regional.

En la situación creada por la enfermedad llamada COVID-19, es inocultable la débil articulación de los sistemas de salud en muchos países desarrollados y la exclusión que afecta a millones de personas en esos países. Es notoria también la enorme deuda social acumulada en aquellos países subdesarrollados donde una élite millonaria exhibe la caridad como sustituta de la equidad en la distribución del ingreso, y práctica la dádiva politiquera mientras niega a las mayorías el acceso a los bienes y servicios básicos.

Cuando los grandes empresarios y los estrategas políticos del capitalismo hablan de la necesidad de retornar a la normalidad, se refieren al retorno de la mayoría a los centros de trabajo. De esa mayoría que, a su juicio, debe permanecer pisoteada y obligada a servir a una minoría privilegiada. Se proponen agilizar el proceso de acumulación, considerablemente ralentizado con el aislamiento social recomendado como medida preventiva contra el COVID-19.

Los voceros de los sectores dominantes no se ocupan de negar (aunque no colocan la afirmación en el centro de sus pronunciamientos) que la pandemia precipitó el estallido de una recesión que se veía venir.

En el año 2019, la deuda corporativa de Estados Unidos alcanzó el 47 por ciento del Producto Interno Bruto, proporción que The Washington Post consideró amenazante. Proporciones de deuda similares se registraron en casos de recesión (entre 2007 y 2009, en 2001, y entre 1990 y 1991).

Standard and Poor’s señaló, a finales del año pasado, que en las principales economías la calidad de la deuda se está deteriorando, con un rápido aumento de los bonos corporativos de menor calificación, calificados justo por encima del estado basura (es decir, de alto riesgo y bajo nivel de inversión).

El confinamiento generado por la pandemia ha precipitado la depresión (en el mejor de los escenarios, el PIB mundial descenderá en un 3 por ciento al final del año 2020).

La derecha global se propone, como sector, minimizar el costo político de la recesión asociando sus efectos con la pandemia y, al mismo tiempo, presentar como obra de la naturaleza la siembra de muerte cuya cosecha fue multiplicada por la injusticia y por la desigualdad.

EL PROYECTO DE CARGAR LA CRISIS A LOS TRABAJADORES…

Los grandes medios destacan que, en Europa y en América Latina, los primeros afectados por la pandemia pertenecían a los sectores privilegiados, al grupo social que realiza viajes de placer y comparte banquetes.

La letalidad del mal, sin embargo, ha sido mucho más alta en los grupos de menores ingresos. En Nueva York, por ejemplo, a mediados de abril, el 34% de los fallecidos por COVID-19 eran hispanos, siendo los hispanos el 29% de la población de la ciudad. Mientras tanto, eran de raza blanca el 29% de los fallecidos, siendo blancos el 32 por ciento de los habitantes.

Al desmonte del sistema de seguridad social hay que sumar las condiciones de vida y de trabajo de esas minorías étnicas. El COVID-19 se multiplicó en medio de la injusticia, mas no la creó. Se hizo más letal en medio del desorden, de la incapacidad del sistema de salud y de la indolencia de las autoridades, condiciones que preceden a su existencia.

En Europa, el cuadro no es distinto. Los sectores con menores ingresos son mayormente afectados y se registra en ellos mayor letalidad.

A esos sectores, a los mayormente afectados, se propone la derecha cargar el costo de la crisis.

Donald Trump aprobó 484 mil millones en ayuda para ‘recuperar’ la economía, y se dice que van dirigidos a la pequeña y la mediana empresa en aras de preservar el empleo. La reducción de las tasas de interés y el endeudamiento (Estados Unidos emitió el pasado lunes 2.7 mil millones de dólares en bonos), generan una deuda que, de una u otra forma, será cargada a los sectores trabajadores.

Por su parte, la Unión Europea aprobó (no ha ejecutado) un paquete de 540 mil millones de euros, que representa menos de la mitad de lo que se necesitaría para enfrentar el problema, y que va destinado a establecer redes de seguridad para empresarios, Estados y trabajadores.

El Tratado de Maastricht (1993), que creó el euro y la ciudadanía europea, reflejó el problema del desarrollo desigual. El Tratado de Lisboa, a finales del año 2007, mediante el cual se adopta una agenda abiertamente neoliberal que afectó en forma negativa a los socios con menor nivel de desarrollo, hizo todavía más evidente y acentuada la disfuncionalidad del bloque.

El endeudamiento, en forma de emisión común de deuda (el disfuncional bloque ni en eso ha logrado un acuerdo definitivo), y los préstamos, Estados capitalistas y empresas se proponen pagarlos reactivando la acumulación. Dicho con todas las letras, mediante la explotación de la fuerza de trabajo.

Eso explica la discusión en torno al costo en vidas del retorno a la “normalidad” capitalista y al monto del financiamiento al paro.

INDIGNADOS DE AYER Y DE HOY

Las caravanas de migrantes desde América Latina hacia Estados Unidos, y las mal llamadas olas de refugiados, son las consecuencias de la explotación, del desarrollo desigual y de la violencia capitalista.

Las jornadas de protesta que protagonizaron los llamados grupos de indignados, las movilizaciones tan duramente reprimidas en Francia y las acciones callejeras en el Chile gobernado por Sebastián Piñera, son manifestaciones de inconformidad que iniciaron antes de la existencia del virus que produce la enfermedad denominada COVID-19.

El mundo ha sido testigo de que, en países con un sistema de salud organizado, aún siendo subdesarrollados y muchos de ellos sancionados y bloqueados (Venezuela y Cuba, por ejemplo) y con determinados niveles de justicia social, la enfermedad ha sido menos letal. ¿Cómo no cuestionar la conversión en negocio del servicio llamado Salud?

La normalidad de la sociedad de clases se torna impresentable.

Eso explica que un político de derecha como Emmanuel Macron, llamado “el presidente de los ricos” por su constancia en imponer políticas de corte neoliberal, se pronuncie por la solidaridad, cuestionando la eficiencia de la salud privada. ¿Podía expresarse de otro modo en una Francia donde ya los muertos comenzaban a contarse por miles? Hay que recordar que, al inicio del año 2019, el 72 por ciento de los franceses decía desaprobar la gestión de Macron. Con este nivel de impopularidad, es lógico que se abstenga de pronunciarse por la continuidad del neoliberalismo… De un demagogo hablamos.

Algunos grandes diarios, incluyendo The Washington Post, se han pronunciado también contra el “capitalismo salvaje” (¡Como si hubiera otro!).

En los países pobres, los economistas hablan de la necesidad de retomar el reforzamiento de los sectores productivos en contraposición al modelo de predominancia del sector terciario y de la alta dependencia de las remesas.

Es obvio que nadie se atreve a presentar como solución la vuelta a la “normalidad” definida como siempre lo han hecho los estrategas imperialistas.

“El balance es sencillo: los ‘ajustes’ ya no son suficientes, el problema es sistémico”. La frase está contenida en un documento publicado el pasado día 7 en el diario francés Le Monde, en el cual unas doscientas personas, entre quienes se cuentan reconocidos intelectuales y artistas, llaman a la ciudadanía en general y a los dirigentes en particular a “salir de la lógica insostenible que aún prevalece, para trabajar por fin en una refundación profunda de nuestros objetivos, valores y economías”.

Y hay que insistir en que, en el esquema vigente, la carga de la crisis recaerá sobre los trabajadores.

Un orden jurídico en que el capital subordina al trabajo actúa en el marco de un orden político donde capital y Estado, en estrecha alianza, crean las condiciones para la continuidad de la acumulación. En ese orden, el trabajador paga, pues no se le presenta otra opción. El postulado marxista de la conversión en mercancía de la fuerza de trabajo se explica por sí mismo.

A la imposición de la carga económica, es preciso responder fortaleciendo los niveles de formación política de la población. El capitalismo tiende a atenuar su propio descrédito manipulando a la opinión pública, al proclamar la necesidad de imponer el orden, validando un manido nacionalismo, fomentando el fascismo y prohijando las formas más groseras de autoritarismo.

Hoy, como ayer, se impone la definición política, contenida en la lucha contra la imposición imperialista, contra la desigualdad social y, por supuesto, contra la explotación. La crisis tiene nombre propio: Capitalismo.

Por Lilliam Oviedo

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