En su pueblo natal, cuando la autocomplacencia resultaba insuficiente, saciaba los reclamos de sus instintos recién surgidos, en la casa de citas de la matrona que, con ínfulas de señora postiza, manejaba el negocio con férrea disciplina en términos de tiempos permitidos y costos establecidos. Era así, sin importar que, como en este caso, se tratara de clientes primerizos que se pasaban semanas recaudando pesitos a cambio de segundos de placer que les hacía tocar el cielo con los dedos y lanzar gritos que provocaban risotadas de burla en sus veteranas parejas de ocasión.
Cuando el dinero no alcanzaba, se integraba a la fila de jovenzuelos que, protegidos por los escombros del complejo deportivo abandonado, compartían ofertas gratuitas de una especie de consoladora social de iniciados en los vericuetos insondables de la sexualidad masculina. Hubo que esperar los 9 meses más largos del universo, para determinar, por el indudable parecido con uno de los participantes, a quién atribuir responsabilidades paternas.
Liberado del susto de su vida, tocó partir a la capital a estudiar medicina en la universidad pública. Atrás quedaron sus refugios pueblerinos en los cuales canalizar la erupción de sus volcanes portentosos. Pero de éstos no podía deshacerse, porque los conductos por donde circulaban sus lavas incendiarias les acompañaban como su propia sombra.
Una tarde, precedida por interminables días de una abstención que empezaba a hacerse inmanejable, llegó caminando hasta el malecón y se dirigió, irritado, hacia el Centro de los Héroes. En el trayecto, encontró a quien le pareció la mujer más terriblemente seductora del planeta. En seguida, sus pensamientos morbosos se dirigieron a la posibilidad de que, con ella, pudiera finalizar, de manera espectacular, su sequía sexual.
No podía creer que ese monumento femenino lo abordara y, sin mediar palabras, le ofreciera acompañarlo precisamente en la aventura que en ese momento constituía su mayor necesidad. ¿Cómo lo haríamos?, preguntó. -Fácil, tomemos un taxi y le digo dónde nos lleve-, le respondió, consciente de que había capturado una presa vulnerable.
Veinte minutos después, compartían la lúgubre habitación de una cabaña de paso. Era notorio su estado de desesperación que contrastaba con la paciencia de ella. Cuando no le quedaba por despojarse una sola pieza, ella permanecía intacta. Casi con violencia, intentó navegar por las aguas bajas de su apetitoso mar. Se sintió desfallecer cuando su proa encalló en una roca impensable en la maravillosa anatomía de una mujer.
Por Pedro P. Yermenos Forastieri